Borges y Bioy se divierten

Buen lector del Antiguo Testamento, Borges admite que hubiera preferido conmoverse con “Amaos los unos a los otros” pero, malicioso, reconoce que se emociona más con “Doy gracias a Dios que le ha enseñado a pelear a mis manos”. Cuando ejerce de crítico literario —en ocasiones, de lectura más fascinante que en alguna de las narraciones que le han convertido en mito—, Borges es corrosivo y cruel —el complemento del amor a la literatura— como bien pocos han conseguido en el género. Cuando está delante de Bioy, no tiene rival para administrar injurias y maldades. De hecho, parece que entre ellos es imposible iniciar la conversación sin lanzar un pulso para ver quién es más incisivo: “Seamos chismosos”, una invitación y un reto.

El catálogo de adjetivos incandescentes no conoce límite cuando se encuentran Borges y Bioy: la prosa “desvaída de un poetastro”, escritores aburridos “con persistencia de llovizna”, una prescindible “antología hospitalaria”. Excluido el público de la revista literaria o el auditorio de una conferencia, en la intimidad no hay freno que impida asaltar a los grandes nombres: Fausto —y casi todo Goethe— es el mayor bluf de la literatura, Mallarmé “cursi y dulzón” y Eliot, en sus piezas de teatro debería haber dado el mismo nombre a todos sus personajes, “para que no se descubriera que intentó diferenciarlos”. Gombrowicz es un “conde pederasta y escritorzuelo” —lo de escritorzuelo es falso— y con Joyce puede llegar a ser olímpico: “Yo (como el resto del universo) no he leído el Ulises, pero leo y releo con felicidad algunas escenas”. Con Baudelaire practica el insulto reiterado y devoto.

Cuando son más cercanos, Borges combina el sarcasmo, la esgrima y el uso virtuoso de la porra. Si le preguntan por Sabato, contesta imperturbable: “He venido a hablar de cosas agradables”. Los poemas de Octavio Paz son “deshilachados”, y respecto a Neruda no disimula que le molesta su éxito: “No habrá franceses que escriban poemas tan insensatos”. De La ciudad junto al río inmóvil, nunca dejó de envidiar el acierto de Mallea para elegir títulos, “es una lástima que se obstine en añadirles libros”.

Borges —por fortuna— era un lector hedonista, con Horacio y Wilde siempre a mano.

 

La Vanguardia, 10 febrero 2010