Uno de los aspectos que más apreciaba Borges de las autobiografías de Kipling —sabía fragmentos de memoria— y de Gibbon era, además de su prosa, que eludían el territorio de la intimidad. Los símbolos que se diseminan en la obra de Borges —espejo, espada, puñal, tigre— apuestan por una literatura alusiva, con el laberinto como imagen de perplejidad. Opción que no sorprende en una persona decimonónica en el amor, según María Esther Vázquez, o de noviazgos blancos de los que habla Bioy. Además, Borges sufrió toda la vida la protección —el arresto— de Madre: Leonor Acevedo advierte al camarero que se acerca, “el niño no bebe vino”. Borges tenía casi sesenta años.
En el diario Borges, en los breves paréntesis que permite la literatura —su refugio de felicidad— se entrevé la desdicha de alguien que admitió: “He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer. No he sido/ feliz”, y a quien Bioy aconseja, como a un adolescente, en cuestiones amorosas. Hay momentos en que el autor de La invención de Morel se inquieta por si lo consideran sólo una provincia de Borges, pero la escritura, el tenis y su rapacidad seductora amortiguaban posibles heridas de vanidad. En cambio Borges, incómodo si había de comentar episodios privados, concluía tajante: “Loada sea la pesadilla, que nos revela que podemos crear el infierno”.
Cuando les preguntaban de dónde eran, respondían: “Hemos tenido la prevención de nacer en Buenos Aires”, para Borges, la menos sudamericana de las ciudades y, a parte de la amistad y la literatura, la gran protagonista del libro. A Gardel podía dedicarle calificativos como “invertebrado, bicho baboso”, pero si oía alguno de sus tangos en un viaje no podía contener las lágrimas. Tan sólo un sentimental pudo alternar sarcasmos despiadados al autor de Bomarzo con los versos “Manuel Mújica Laínez, alguna vez/ tuvimos una patria —¿recuerdas?—/ y los dos la perdimos”. Borges, habitante de la biblioteca, siempre admiró la vitalidad de Walt Whitman, las sentencias de Macedonio Fernández y las historias de compadres y orilleros, y reconoció que la literatura se comprime en la reinvención que hizo Kafka del certamen deportivo de Aquiles y la tortuga de Zenón de Elea.
La Vanguardia, 17 marzo 2010