El Dow Jones literario

Los diálogos de Borges y Bioy están dominados por una obsesión, las listas y clasificaciones literarias. La competencia es el principal generador que mueve a los escritores, y la lectura ya es una forma de juicio, parcial y sometido a todo tipo de impugnaciones. Con total libertad Borges y Bioy llevan esta consigna hasta las últimas consecuencias, y la antología es la mejor arma para ponerla en práctica. Sobre la poesía argentina o la literatura fantástica, aunque algunas de las más atractivas no pasaron de la diversión privada: “Pensamos en una Antología de escritores justamente olvidados”.

Esta concepción piramidal de la literatura —caprichosa, atractiva, discutible— impregna las conversaciones entre Borges y Bioy. Dante es superior a Homero y a Shakespeare, pero inferior a los Evangelios. Madame Bovary es una obra torpe al lado de la felicidad que desprende El primo Basilio. Muchos momentos del diario Borges obedecen a la ansiedad de establecer un ranking con vencedores y derrotados: Coleridge, De Quincey y Wordsworth están por encima de Shelley, Keats y Byron; al mismo tiempo, Swinburne es superior a Shelley i a Keats. Todo se mide por la confrontación y en la pugna es Borges el que establece, divertido, las reglas de juego —con derecho a cambiar de veredicto e incluso a la contradicción—. Después de recitar de memoria a Verlaine o Darío, afirma: “He sentido físicamente la presencia de la poesía, y realmente no hay otro canon”.

En Textos cautivos, que reúne las críticas que publicó en la revista El Hogar, Borges demuestra cómo en pocas líneas —el espacio de una aséptica reseña— se puede condensar toda una concepción de la literatura: inolvidables las que dedica a Isaak Babel o Heine. Borges sabe que la erudición puede ser, más que un ejercicio exhibicionista, una forma de seducción, compatible con la desafiante defensa de las preferencias: el cuento sobre la novela, la literatura fantástica y policial sobre el realismo. Si alguien le objetaba estas elecciones, respondía provocativo: que se nos deslice un hombre invisible en una narración es más creíble que la mayoría de hechos que se nos describen en la mal llamada literatura realista.

 

La Vanguardia, 3 febrero 2010