Pocos autores han tenido el honor de haber sido galardonados con la etiqueta rotunda de “enemigo profesional de la literatura española”. Borges no ocupó una plaza para impartir esta materia en la Universidad de Wellesley porque sus opiniones no eran precisamente desconocidas. En su diario, Bioy anota todo el despliegue de artillería que Borges muestra con alegre perseverancia: “¡Qué literatura mediocre! Como sería, para que los escritores del 98 parecieran revolucionarios”.
Sin dejar que decaiga el entusiasmo y con espíritu de “malevo”, Borges no retrocede en esta pelea a cuchillo. El veneno es administrado de forma democrática e indiscriminada, y los destinatarios gente como Azorín “con ese estilo de pan rallado”, un Machado que “aparece como un turista” en sus poemas sobre Castilla o Gracián, prototipo de literato desaforado que “se entenderá mejor en alemán”. La antipatía es de largo recorrido cronológico, desde el Cantar del Mío Cid a Zorrilla y Espronceda, “oradores farragosos”. Ortega y Gasset no se libra de su variado repertorio de golpes, como “el inmundo Lorca”, y uno de sus blancos preferidos es su cuñado Guillermo de Torre, que “nació tonto y tuvo la mala suerte de descubrir muy pronto el dadaísmo”. Cuando le perseguían para que explicara por qué no le daría el Nobel a Alberti, decía con resignación: “porque lo he leído”.
Hubo una época que Borges dudó entre adoptar un artificioso estilo criollo y disfrazarse de escritor latinizado y sonoro como Quevedo. Más tarde tuvo que admitir que le emocionaba más el verso de Góngora, y sobre todo sucumbió al carácter y la magia de Cervantes: “parece menos español que el adusto y fanático Quevedo”, y sin duda sería más simpático para invitarlo a comer. Eso sí, Borges siempre reconoció orgulloso, sin temblarle el pulso, que su obra le debía mucho al excéntrico Cansinos-Asséns. Pero en los momentos en que la charla languidecía, el recurso no fallaba: para Bioy “según un tal Goytisolo, desde Baroja no hay grandes novelistas en España”, y Borges contestaba, cadencioso, “tampoco antes, tampoco mientras”.
La Vanguardia, 3 marzo 2010