Borges insistía en que los libros están hechos para haber sido leídos, por la impresión que nos dejaron. Y absolutamente fiel se mantuvo toda la vida a los autores que de niño le descubrió su abuela paterna, la inglesa Fanny Haslam. De todos ellos, siempre se sintió en deuda con Stevenson, que le enseñó una de las pocas verdades de la literatura: “el encanto no es muy importante, pero sin él ninguna otra virtud vale”.
También desde la infancia le acompañaron los enigmas de Kipling, un escritor —casi propiedad de Borges— sobre el que no admitía discusión a la hora de elegir los mejores cuentos. Si la selección no coincidía con sus favoritos, insinuaba con desdén: “Se trata de la antigua disparidad que hay entre la destreza y la incompetencia”. Con la misma seguridad demostraba que Dickens era uno de los grandes por el hecho de que era querido incluso por los mejores escritores de su época. Huckleberry Finn es, más que literatura, un estado de ánimo, “libro ni burlesco ni trágico, solamente feliz”.
Borges y Bioy defienden —con arrogancia, si es necesario— el valor intrínseco de las obras, en contra de la interpretación sociológica o psicoanalítica de la literatura, un punto en el que coincidirían con Nabokov, aunque la discrepancia respecto a Conrad no acabaría en duelo: Nabokov era un caballero. De hecho, Borges casi siempre se decanta por autores teóricamente menores, un canon que excluye casi todos los nombres con letras de molde. Su patrón obedece más que nada al placer de la lectura. Las mil y una noches, Wells y Lord Dunsany, misterios fantásticos que se solucionan de forma razonable, cuentos policiales que no abusan de puertas ni de horarios.
Muchas veces se olvida que “la literatura es un entretenimiento, los autores deberían saber que no es para tanto”. Borges i Bioy se declaran en guerra contra el trascendentalismo: “en la excesiva oscuridad viven monstruos de vanidosa amargura”. Si se puede escoger, la opción es Eça de Queiroz, ya que siempre se le adivina la sonrisa, o Chesterton, con su ironía civilizada y su cortesía. Incluso la épica, que acercó a Borges al anglosajón, sirve para rezar un Padre Nuestro en esta áspera lengua, tan sólo “para darle una sorpresa a Dios”.
La Vanguardia, 24 febrero 2010